La pregunta ¿Qué hacer?, un legado tal vez inapropiado para nuestro tiempo de voluntarismo en caída y voluntariado en ascenso, es constantemente reemplazada por una dilucidación algo cobarde y poco honesta en torno a lo posible. En ese sentido, proponemos una interrogación en torno a las tensiones que conciernen a lo posible, el realismo, la imaginación política y lo real, según dos principios del hacer de lo político: la potencia y el poder. Ambas ontologías, suerte de pliegues de la argamasa política en movimiento, se dicen de la potencia de pensar, hacer y organizarse y redefinen, a su vez, el hacer potente. Es decir, potencia y poder se vuelven puntos de vista que “vuelven” a nombrar (incluso ignorándola) la potencia como fuente de problemas vitales y desafíos colectivos. Por eso se vuelve constituyente la lectura; de modo que no se trata de un antagonismo estático, sino de una tensión problemática que no admite principismos exculpatorios de las coyunturas ni cinismos coyunturalistas.
Lo posible y lo dado
En Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo, Decio Machado y Raúl Zibechi[1] buscan un criterio que les permita tanto un ejercicio crítico del progresismo actual y de la tentativa de gobiernos con raigambre popular de reparar la catástrofe neoliberal, como un principio que habilite avizorar nuevas perspectivas en formas de movilización, lucha y organización nacientes. En ese sentido, sostienen que “el punto de referencia debe ser siempre el grado más alto alcanzado por la lucha social y nunca aquello que es posible conseguir”. Los debates del último ciclo político latinoamericano en torno a su carácter soberanista, reformista, transformador en términos de derechos, su carácter estratégico a nivel regional, etc. y, al mismo tiempo, sostenedor de modelos de acumulación regresivos, tendientes a la concentración y extranjerización económica, la expansión financiera y una forma de productivismo extractivista en varios sentidos, no se agotan en el lenguaje coyuntural ni en las muecas de la hora. La valoración crítica o la crítica valorativa, según el tono, nos remite a un problema filosófico político de fondo: la categoría de lo posible. Pues se dice que los progresismos hicieron todo lo que la realidad posibilitó. ¿A qué llamamos posible? En principio, distinguimos un posible asociado a la potencia y un posible propio del poder (de uso más corriente).
Ese uso corriente de la categoría de lo posible homologa la realidad a la posibilidad, calca una de la otra de manera reversible. La realidad, más o menos autoevidente, serviría de parámetro a la posibilidad, más o menos incompleta, según el ideal, una suerte de “todo” imaginario –lo completo es siempre imaginario. De ahí la fórmula trillada que reza “la política es el arte de lo posible”. El realismo político no sólo homologa lo posible a la realidad, sino que hace de la resignación virtud cuando explica que es poco lo que se puede hacer (si de acción política se trata), pero es mejor que menos aun o nada. Calca, esta vez, la realidad a lo posible, que es, según esa definición, un bien escaso. Sin embargo, el recurso a una comparación algo maniquea entre “lo posible” (lo poco) y lo imposible (todo) parece algo tramposo. La confrontación o comparación nunca se da entre “lo posible” y “todo”, sino entre posibles heterogéneos entre sí. Ocurre que la comparación entre “lo posible” y “todo” tiende a licuar la heterogeneidad a través de una imagen de lo posible según la cual éste resulta una versión realista que mantiene al “todo”, es decir, al ideal, como horizonte. Se trata del punto de vista del poder, según el cual, lo posible también está dado: es lo que le falta a la realidad para ser completa (“todo”, o ideal). Política realista, según el poder, es la sucesión de reformas necesarias para acercar la realidad al ideal. Cuando las condiciones se presentan prósperas, ese mecanismo de lo posible y el todo moviliza expectativas, mantiene la tensión en favor de una imagen ascendente, momento en que lo “posible” paga bien. Pero en situaciones adversas, lo “posible” actúa, a la vez, como una válvula para la presión popular, y como una fuente de justificaciones de las que se sirve el sistema político (militancia incluida) para, en el mejor de los casos, contener los ánimos.
Paolo Virno sostiene que hay “posible” porque hay diversos modos posibles de ser aun para el caso en que identificamos un ser determinado que a primera vista nos parece, antes que posible, simplemente necesario[2]. Como no hay ser igual a sí mismo, sino modos de ser (por ejemplo, “igual a sí mismo” no es el ser, sino un modo de ser), lo posible nada tiene que ver con la distancia entre una realidad “posible” y una realidad deseada o ideal, sino que dice de los posibles modos de ser. La vida humana reúne instantes eternos en su finitud. Es finita y posible; de hecho, la vida debe hacer posible la vida, en parte porque no coincide consigo misma y en parte porque no está toda dada de antemano. “Y es distinta porque no abandona nunca un estado de potencialidad, de incompletud, de poder-ser-de-otro-modo.” (Paolo Virno). Ese juego filosófico de las palabras y los guiones (poder-ser-de-otro-modo) da cuenta de la especificidad de lo posible: poder ser de otro modo.
Para el realismo político del poder, lo posible no es un índice de la potencia, sino un sinónimo de lo incompleto. Por nuestra parte, asumimos que la incompletud o precariedad inevitable de lo que es (lo dado, la realidad), constituye un elemento dinámico fundamental para la imaginación política, es decir, la apertura a otros posibles. Si en lo posible está implícita la posibilidad de no ser, “no se trata de lo posible como un ‘calco’ de un hecho o de un real, sino de lo posible en tanto comprende algo del orden de lo imprevisible”[3]. ¿Es, entonces, la política un arte de lo imprevisible antes que de lo posible? Siempre y cuando no confundamos los tantos: un arte tal no es el que va de lo imprevisible a lo previsible, sino el que se mueve singularmente entre imprevisibles permitiendo habitar instancias de metaestabilidad. De lo que podría no ser a lo que podría no ser, de lo que puede ser de otro modo a lo que puede ser de otro modo, de posible en posible.
Hay un realismo político de la potencia. El despliegue concreto de un posible no agota lo posible, ya que no puede borrar el hecho de que podría haber sido de otro modo. En ese sentido, lo posible abre la realidad. Por eso lo posible no puede calcarse de lo dado como un determinismo, y por eso mismo el “posibilismo” es un conservadurismo, porque no tiene que ver con los posibles (otros posibles modos de ser), sino con lo dado, en todo caso, proyectado hacia atrás o hacia adelante como posible. El diario del lunes nos confirma que lo consumado equivale a lo que en un momento “dado” fue posible. Los pronósticos surgidos del seno del realismo político presumen que lo posible futuro está, en alguna medida, escrito en lo “dado” presente. Esas dos temporalidades del realismo del poder hacen coincidir dos tonalidades aparentemente alejadas, en una suerte de una ciclotimia política: resignación y alucinación. La resignación pretende prescindir de la imaginación, la alucinación se cree ella misma la imaginación. Pero la imaginación política, a diferencia de la alucinación,[4] es un tipo de imagen que moviliza lo que el realismo resigna, moviliza ese “posible” en tanto imprevisibilidad real, en tanto poder ser y no ser a la vez; por eso apuesta, porque asume que más allá del cálculo al que también se debe, es necesario abrazar el elemento incalculable en el mismo movimiento.
Es un error, frecuente en cierto autonomismo ingenuo, contraponer realismo a imaginación política. El realismo tiene su propia forma de imaginar y la imaginación alberga un tipo de realismo. Ni uno ni la otra escapan a los dilemas del riesgo y del cálculo. Decimos que algo es posible porque estructuralmente no podemos asegurar que sea posible, como tampoco podemos afirmar la fatal necesidad de lo dado. ¿Cuál es la forma propia de suspender la certeza para el caso de la imaginación política y para el caso del realismo? ¿Qué es lo que ponen una y otro en riesgo? Lo posible está hecho de una relación entre cálculo e incalculable que es, a su vez, incalculable y requiere de un arte: ¿la política? Cuando se ubica a las “relaciones de fuerza” como medida de lo posible, se atiende una cuestión fundamental, pero se margina otra cuestión no menos importante: la imaginación política asociada, como fuerza, a otras fuerzas (actores políticos, memorias, contextos, éticas, afectos, ideas, cálculos, apuestas).[5] ¿Quién sabe de las relaciones de fuerza? ¿Cómo saber de las fuerzas sin ponerlas a prueba, sin forzarlas?
Por otra parte, hay una dimensión histórica de lo posible en términos de lo que Zibechi y Machado llaman “emancipación colectiva”, ya que lo posible es también lo que fue posible, es decir, un posible que al abrirse sentó un precedente y, más allá de los derroteros posteriores, de las batallas que se ganan y se pierden, mantiene las virtudes de lo irreversible. En ese sentido, un posible que se abre en un momento determinado, “el grado más alto alcanzado por la lucha social” –como lo llaman Zibechi y Machado–, funciona como una reserva de eternidad; no sólo no se agota en una coyuntura que, claro, puede contribuir a explicarlo, sino que les habla a los desconocidos de siempre, los que vienen de un futuro incierto. Una apuesta política presente puede valerse de un posible abierto por una lucha histórica en un doble sentido: por un lado, retomar los problemas en juego en esa apertura sometiéndola al difícil diálogo con una coyuntura históricamente distinta; por otro, puede apoyarse en una tradición inventada de “posibles” imitándola en su movimiento, forzando un nuevo posible y hacer posible lo que antes no había podido tener lugar.
¿Es pensable una imaginación política materialista más allá del realismo político del poder? Estimamos (apostamos) que por estos caminos (lo posible como ínsito en la no necesariedad de la realidad dada, la política como arte singular de recorrer de posible en posible, la imaginación como fuerza real ínsita en lo posible, la apuesta política como reunión de aquel arte, la imaginación, el cálculo y lo incalculable) se vuelve posible pensar la emancipación colectiva de un modo realista a la altura de una imaginación política asociada a la potencia y el posible que le es propio.
La disputa por lo posible
Tras la caída del Muro, tras el derrumbe del horizonte socialista, las posiciones antes caracterizadas peyorativamente como reformistas ocupan, gracias a su dominio sobre lo posible, un cómodo sillón al costado izquierdo de la discusión hegemónica y otro al costado hegemonista de la discusión de las izquierdas. Los reformismos, cada vez más tibios, se dedican a reparar los efectos devastadores de los conservadurismos, cada vez más cruentos, y, por su parte, las izquierdas, cada vez más anticuadas, se empeñan en sostener un muro imaginario y hasta alucinado. Tomando en cuenta esta suerte de diagnóstico veloz, el desafío de las luchas actuales pasaría por generar condiciones de enunciación de otros horizontes de sentido capaces de hacer pasar el problema de la emancipación colectiva de un modo realista a la altura de una imaginación política propia de las movilizaciones y las fugas de nuestro tiempo. En parte, atendiendo a las instancias callejeras, pero también a los cuerpos movilizados de diversas maneras en prácticas aparentemente silenciosas, gestos aparentemente mínimos, invenciones, éxodos y zonas de germinación. Es decir, creaciones reales que el posibilismo nunca hubiera imaginado y que, en su lectura de la realidad como no pudiendo ser de otro modo (necesidad), suele no percibir.[6] Al mismo tiempo, atendiendo a la dimensión técnica y logística, los nuevos dispositivos tecnocientíficos, los efectos de desregulación y desterritorialización completa de los vínculos y las mutaciones antropológicas en curso.
Conservadurismo, reformismo e izquierda conforman, de un modo u otro, tal vez como rémora o espectro del siglo XX, con intensidades y matices diversos, la imagen del sistema político vigente en nuestra región, en sintonía con un sentido instalado: la política no es del orden de la invención, sino del orden de lo administrable[7]. El Estado gerente, que no es el Estado moderno, cuyo rasgo decisivo pasaba por su capacidad de donar sentido, reaparece como un Estado ideológico-gestor tras el sombrío período del neoliberalismo de élite. Administra con mayor o menor cercanía y eficacia un conglomerado de situaciones que involucran actores heterogéneos en relación a los dilemas financieros, tecnocientíficos, metropolitanos, ambientales, de gobernabilidad, etc., que se gestionan de manera compleja –y no fácilmente determinable desde el punto de vista del común– en otra parte, es decir, en corrimiento y oscurecimiento permanente de la posibilidad de ser procesados democráticamente.
De modo que ante la arrogante evidencia macroeconomicista, desarrollista y cientificista, y aun bajo los efectos de una crisis terminal de representación (Ignacio Lewkowicz hablaba de “agotamiento”) le toca al Estado reinventarse como agregado inestable de máquina sensorial, ideológica e institucional y como gobernabilidad pura y dura. En este punto la pregunta “¿Qué hacer?” se ve reemplazada por una dilucidación no declarada en torno a lo posible.
Es decir, una vez resignados por todo lo que no se puede, desde el punto de vista de esa multiplicidad que por comodidad llamamos “campo popular”, el Estado se reinventa como único lugar de decisión sobre lo posible. Ese Estado, mezcla de vieja institucionalidad en decadencia, dispositivos territoriales directos, trayectorias políticas más y menos dinámicas y fuerza policial y parapolicial, no deja de presentar fisuras que le permitieron durante este último período latinoamericano funcionar como un aliado parcial de la pujanza multitudinaria y heterogénea de la región. Logró que su imposibilidad de donar sentido como pan-institución, apareciera por unos cuantos años como una posibilidad de contención tanto económica como imaginal ante el desgarro generalizado en términos de horizontes colectivos de sentido y condiciones económicas de vida. Pero la categoría de lo “posible” sigue en disputa, pues la política se dinamiza por abajo y por los costados, incluso cuando el dinamismo toma forma “por arriba”, en las definiciones de los liderazgos. ¿Cómo inscribir la disputa por lo posible en procesos sucesivos de democratización? ¿En qué condiciones se encuentran las nuevas luchas y formas de vida para conformar su propia caracterización de lo posible? ¿Puede la potencia leerse autónomamente como potencia? ¿Puede esa lectura no simplificarse en una captura por arriba? ¿Puede imaginar una forma de saltar de posible en posible?
Potencia, poder, lectura
Las experiencias más revulsivas de 2001, el caracazo, las guerras del gas y el agua, las revueltas que derribaron presidentes ecuatorianos, nos devuelven dos constataciones. 1: existe la potencia; 2: existen “reyes buenos”. La primera, con sus revueltas y organizaciones, tiene potencial destituyente y a la vez es capaz de constituir social, capaz de hacer mundo sin someterse al poder ni pedirle paternidad. La segunda muestra que el poder no es necesariamente abandónico como el Consenso de Washington hacía pensar, y promete que el poder puede ser paternal por siempre si un líder bueno se pone a la cabeza. Hay quienes nunca aceptaron la segunda constatación, o incluso la tomaron como una treta para borrar la primera: todo poder, postulan y vuelven a postular, se yergue contra la potencia. Podríamos llamarlos autonomistas ingenuos o antiestatalistas dogmáticos. Quienes vivimos y analizamos el ciclo progresista latinoamericano estamos frente al dilema –no dogmático sino pragmático– de conjugar ambas constataciones en una experimentación capaz de expandir lo que puede la potencia. Tenemos ese problema porque nos venimos planteando un diagnóstico distinto: a medida que fueron pasando estos años, a medida que las “bondades” del poder nos iban prodigando cierto bienestar –mucho más relativo y menos justo y feliz que el que el poder relataba, pero innegable–, el juego del poder “bueno” tendió a reducir el espacio de juego de la potencia, a la vez que fue dejando espacio a una forma revanchista de poder (en Brasil,[8] por ejemplo, esa revancha comenzó incluso antes de que el PT fuera ilegítimamente expulsado del palacio de gobierno). Irrumpiendo y organizándonos frente a “reyes malos”, supimos condicionar al poder, que respondió con algunas de sus figuras encarnando un “ala buena”. ¿Cómo seguir condicionando al “rey bueno”, una vez que llega al poder, para que la separación inherente a la instancia de gobierno no obture lo real de la potencia (y termine separándonos de lo que podemos) ni termine deponiendo la permeabilidad conquistada por formas efectivas de condicionamiento desde abajo?
Si nos proponemos pensar[9] la cuestión, necesitamos hacer nuevas lecturas y, a su vez, considerar a la lectura como una elemento práctica constitutiva del pensamiento y la apuesta política.
La potencia es ingobernable e impredecible, y ahí radica su fuerza y vitalidad, pero también es frágil y evanescente. Como lo real psicoanalítico, insiste pero no existe ni consiste. Como el real badiouiano, es un múltiple no sometido a la cuenta de las partes, y por eso cuando se presenta y despliega redistribuye lo sensible (lo real rancieriano): algunas partes sociales, que hasta el momento no contaban, comienzan a contar. Ahora bien, para que cuenten las partes que antes no contaban, para que se tornen realidad los posibles innecesarios, se vuelve necesaria una lectura, una operación que haga consistir al múltiple y encuentre formas de existir y vías de despliegue en la circunstancia en la que irrumpe. Sin esta lectura, el ruido de la revuelta no se vuelve afirmación y los efectos que pueda propiciar quedan separados de la potencia.
Si la lectura no se produce desde la potencia, y si el poder no puede reprimir y suprimir su revuelta, entonces será el “ala buena” del poder quien la haga.[10] Si logra leerla, logra gobernarla. Al mismo tiempo, la potencia, que revuelve abre e insiste pero no consiste, que puede irrumpir, pero necesita también durar, que puede impugnar pero necesita también afirmar, que destituye pero quiere también constituir en otros términos, necesita ella misma lectura. Por “lectura” entendemos múltiples operaciones de determinación y toma de consistencia: lingüísticas (descripción, diagnóstico, interpretación, agitación, discusión, comunicación, narrativa, editorial, performativa, etc.), semióticas en general (imaginales, musicales, murales, danzantes, etc.), institucionales (judiciales, legislativas, gestiones con organizaciones privadas y semiprivadas, etc.), callejeras (piquetes, instalaciones, performances, marchas, ocupaciones, tomas, etc.), edilicias (apertura de lugares de reunión y actividad), vinculares (entre colectivos y dentro de ellos y cada quien como pliegue posible). En esta lectura (y, sobre todo, en su dimensión lingüística y en su narrativa) se conforma un sentido de la revuelta, su carácter afirmativo y expansivo. Semejante lectura supone un grado de autodeterminación, y no hay autonomía sin ella.
Esta lectura es activa. Primero, es retroactiva: de ella depende que la revuelta no haya sido un manotazo desesperado sino una apertura vital, no pura bronca sino también alegría afirmativa, no resistencia en la sola dirección del rechazo, sino a la vez invención. En segundo lugar –y al mismo tiempo– actúa hacia adelante: de ella depende que la afirmación sea vector de alteraciones subjetivas y sociales. La potencia que irrumpió y dio impulso al ciclo de luchas que va del Caracazo a las revueltas ecuatorianas, pasando por el 2001 argentino, destituyendo gobiernos (en algún punto, y solo por un instante, destituyendo la posibilidad de cualquier gobierno) y gritando “que se vayan todos”, se topa con una encrucijada dramática: si es legible es gobernable, si es ilegible es inviable.[11] Necesitamos leer y ser leídos. Si no logramos autorizar un o unos nosotros como lectores de nuestras prácticas pronto (o incluso antes) es la autoridad la que lee determinando lo ocurrido y hegemonizando el sentido. Según el realismo del poder (lectura-captura), la potencia no puede por sí misma, mientras que un realismo de la potencia hace coincidir lo que ésta puede con la lectura de la que es capaz (lectura-apertura).
Esa autoridad, en los progresismos latinoamericanos, se llama líder. El líder, como se dice, “supo interpretar el sentir de las mayorías”, de “los vulnerables”, de “la patria” o del “pueblo”, para “conducirla hacia el bienestar”; en lo que constituye, de entrada, una lectura manifiesta, una determinación performativa, una lectura-captura. John W. Cooke llevó al punto más alto la lectura del liderazgo rozando la frontera entre la capacidad de encarnar problemas y el rol protector y dador: “el líder de masas, tiene una densidad de la que carece el demagogo o el caudillo que apela solamente a lo irracional de las multitudes para servirse de ellas (…) No es un fenómeno personal sobreimpuesto a la realidad que permite su surgimiento, sino un protagonista que integra esa realidad y expresa las fuerzas del crecimiento, las ansias de libertad de los oprimidos, la voluntad nacional de constituirse como comunidad soberana.”[12]
El punto en que el líder “da” reconocimientos materiales y simbólicos, se tensa con una politización por abajo que no “pide”. En todo caso, cuando desde abajo se “pide”, el reparto ya fue hecho y la lectura por arriba tiene el efecto retroactivo de preceder a los posibles de la potencia. El líder “lector” da bienes, empleos, servicios, da derechos, visibilidad, alusiones, da reparaciones narrativas y dinerarias, otorga presupuestos para cultura y para memoria, da accesos a escuelas, universidades, hospitales, tribunales, créditos y hasta propiedades. Da mucho; sobre todo, una interpretación. En nuestras preguntas por explorar lee demandas a satisfacer, y comienza, con decisiones suyas, a darles satisfacción. Cuando esa tensión entre satisfacción desde arriba y problematización desde abajo se vuelve materia de riña de opiniones, queda velado el hecho de que el líder, así como “da”, toma. Y lo que el liderazgo gobernante toma es una potencia, en principio, ajena. El poder no solamente lidia con la potencia, también se nutre de ella. El poder del líder es una captura de la potencia, con sus posibles y su margen de ingobernabilidad, por una lógica que necesita de la acumulación en una instancia separada para organizar la decisión (una decisión que decide sobre cuestiones consideradas en su modo actual de ser y descarta sus otros modos posibles). La lectura que el poder hace opera la alquimia por la cual el líder potenciado (potenciado por la irrupción de la potencia) empodera a “su pueblo”. Pero la primera potenciación no se ve; la operación alquímica por la cual el líder se nutre de poderes inesperados se invisibiliza o no se visibiliza lo suficiente. En el proceso inmanente que se expresa como asimetría de potencia y poder[13] la visibilización propia del poder muestra al líder dando vida a lo que sin él, y sin auto-lectura, inconsiste. Pero no hay manipulación lineal ni ilusión en esta mistificación: el acontecimiento que aquí llamamos irrupción de la potencia –enseña Badiou– se borra en sus efectos. Si no se ve al líder tomando vigor del elemento de la potencia es porque la percepción estatal de la política no ve ni oye ni siente poderes que no surjan del funcionamiento del Estado (salvo los del mercado).
El poder emana de la potencia, pero emana si y solo si el poder logra operar como captura de la potencia mediante esa operación que llamamos “lectura”. La potencia alimenta al poder pero no funciona como fundamento; es fuente de poder pero no es Dios ni Carta Magna. Como la potencia es indeterminada (no sabe lo que puede), no existe ni consiste ni fundamenta el poder (que sí sabe lo que puede). Esa condición conlleva la condición inversa: El poder puede –funciona– a condición de no saber –o desconocer– la fuente de su vigor. Como el líder aparece dando vida a lo que supuestamente sin él inexiste, no se ve qué fuente le da fuerza a su liderazgo: lo que le da la fuerza –ideas incluidas– no existe, insiste, pero su insistencia no se presenta como una forma previa ni como una materia a priori codificable; algo de su existir no dado, es decir, de su insistencia, permanece inevitablemente clandestino, fuera de la realidad necesaria del poder. La organización colectiva, cuando están en juego modos de vida en pugna y luchas emancipatorias, habita conflictivamente el barro histórico de la tensión potencia / poder. Unas veces, la organización se mistifica y separa como instancia autónoma inclinando la tensión en favor del poder (potestas) y sus modos estatales y mercantiles de dar forma a la potencia; otras veces, la potencia que recorre los cuerpos y dispone las inteligencias en un sentido organizativo de búsqueda de criterios comunes tensa a su favor la relación. Nos devuelve, entonces, un dilema: encontrar nuevos regímenes de sensibilidad, o bien, estrategias de resignificación del régimen perceptivo vigente.
Experimentamos una suerte de reciprocidad no especular: la potencia condiciona al poder y le da fuerza por la vía de la insistencia, y el poder puede por la vía de la consistencia. Es inevitable que la consistencia vea (si la ve) a la insistencia como impotente e imposible; es inevitable que el poder pueda en tanto tome fuerza de la potencia, que no puede en los términos del poder. Nuevamente: la potencia puede si no sabe lo que puede; el poder puede si no reconoce su fuente. A la inversa, el poder puede si le da poderes (o “empodera”) a la potencia que, en los términos del poder, no puede; la potencia no puede salvo que acepte recibir los poderes que se le otorgan, es decir, no puede si no es aceptando dejar de ser potencia, dejar de no saber lo que puede. De ahí la mistificación: el líder da porque no toma; la potencia recibe porque no tiene qué dar.
Este esquema funciona de manera práctica y matizada, dependiendo de dónde provenga la estrategia: si el liderazgo se vuelve una necesidad, se dirá que la estrategia viene de arriba, mientras la táctica (el realismo, el mal menor, etc.) debe ser asumida por los empoderados como un mandato; si el liderazgo forma parte de una estrategia que viene de abajo, o integra, como quería Cooke, su movimiento, puede sufrir modificaciones tácticas cuantas veces sea necesario, ya no en virtud de un realista mal menor, sino de un realismo de la potencia forzando una nueva y necesaria lectura (en este caso, se dirá que la estrategia viene de abajo). Parafraseando a los zapatistas: los líderes pueden coadyuvar a expandir la potencia si lideran obedeciendo.
Realismo de la potencia y composiciones potencia-poder. Una lectura
En nuestras circunstancias, ¿se puede pensar al poder estatal latinoamericano como una instancia que depende de la revuelta para dinamizarse? ¿Es decisiva una potencia de movilización autónoma que fuerce a los gobiernos de corte popular a gobernar disminuyendo o paliando el despojo? Seamos realistas materialistas: ni esas movilizaciones ni estos gobiernos pueden por sí solos hacer cosas como, por ejemplo, enterrar el ALCA. Necesitamos dar con la forma de narrarnos a nosotros mismos los modos en que una potencia no estatal pudo activar cierta potencia en un poder estatal que, visto a escala mundial, se parece a un “abajo”, a costa de solapar parcial y transitoriamente lo que tiene la lógica estatal de obturante. Quizás la confluencia de la Cumbre de los Pueblos y los presidentes del Mercosur en la marcha de Mar del Plata en 2005 nos permita percibir cierta sinergia entre potencia y poder, sinergia cuya trama necesitamos discernir y narrar. Mientras no logremos ese lenguaje de nosotros, el relato será poco realista en términos de potencia y bastante barroco como bajada de línea: serían los líderes decididos que se plantaron ante el Emperador y entre otras cosas dijeron “No al ALCA” por gracia y merced de su determinación, su coraje, su sensibilidad social, su clarividencia y su mutuo entendimiento.
En un aniversario del No al ALCA, así relataba el ex canciller argentino Jorge Taiana (que al momento de la Cumbre de 2005 oficiaba como vicecanciller):
“Esta propuesta del ALCA había surgido con el presidente Bush padre y luego continuó en el mandato de Clinton. En la primera cumbre, realizada en 1994 en Miami, ningún país se opuso, salvo Cuba, que no estaba invitada. Tampoco nadie se opuso en 1998, en Santiago de Chile, y en 2001 en Quebec, Canadá, el único que se mostró en desacuerdo fue Chávez. La Argentina, en esa cumbre de 2001, representada por De la Rúa, fue la que propuso ser sede para la firma del ALCA. Ese era el contexto previo al encuentro de Mar del Plata: todo listo para que Estados Unidos cumpliera, una vez más, con su objetivo de consolidar un área comercial con nuestros países, que no lograrían su desarrollo propio ni podrían trabajar en virtud de su integración regional. Lo que se estaba debatiendo era un modelo de integración frente a un mundo globalizado. (…)
Hubo ahí un elemento fundamental y fue la decisión política de Argentina y Brasil de cambiar el eje del debate. Lula y Néstor entendieron que la Argentina debía salir de su crisis a través de su desarrollo industrial y, para cumplir con ese objetivo, Brasil era un actor fundamental. Lula y Néstor decidieron dar un giro en el modelo de relación bilateral y apostaron a ser socios, y no meros importadores o exportadores de productos. Ambos apostaron fuertemente por una integración productiva, una alianza estratégica que sirviera a los intereses de nuestros pueblos y a la región en su conjunto.” (Página 12, 6/11/13.)
Desglosemos. Taiana dijo: “Nadie se opuso en 1998”, desconociendo que esa vez se realizó, simultáneamente a la II Cumbre de las Américas, la I Cumbre de los Pueblos. A este movimiento nacido del Foro de Belo Horizonte en 1997, como Alianza Social Continental, el ex canciller lo omitió, lo canceló llamándolo “nadie”. Seamos justos (su honestidad intelectual lo merece): no lo hizo deliberadamente, sino que no lo vio, ya que desde esas alturas no dan los ángulos de mira. No hablaba solo el canciller en la frase “nadie se opuso”, sino la forma estadocéntrica de concebir la política y de narrarla. “Nadie se opuso” significa, entonces, que los mandatarios cuentan por sobre el resto de los actores y condiciones, que la historia valedera es una historia de las autoridades y que a los gobernados se los incluye en la acumulación narrativa estatal, pero no en el protagonismo político. Es que se trata de una potente fuente invisibilizada para un poder sobre-visibilizado.
Inmediatamente, se repite la fórmula: “Nadie se opuso en 2001”. Sin embargo, esa vez se había llevado a cabo, simultáneamente a la III Cumbre de las Américas, la II Cumbre de los Pueblos. La movilización, que aunó en la calle y en la Cumbre al movimiento antiglobalización que había prorrumpido en Seattle en 1999 y al movimiento latinoamericano-caribeño Alianza Social Continental que había organizado la primera Cumbre, logró que el proyecto ALCA dejara de ser un secreto del poder. Desde 1994, cuando Bush padre presentara la propuesta y comenzaran las negociaciones interpresidenciales e interministeriales, el proyecto había permanecido secreto, a salvo de la discusión pública. “Por fin, como consecuencia del alto nivel de presión popular que se logró en el marco de esta Cumbre, en combinación con las acciones directas durante los días en que sesionaban en la Cumbres de las Américas los presidentes, se publicó el primer borrador del acuerdo en las cuatro lenguas oficiales.”[14]
El relato estadocéntrico dramatiza: “El contexto previo al encuentro de Mar del Plata era todo listo para que Estados Unidos cumpliera, una vez más, su objetivo”. Entonces, un relato de nosotros posible y realista cuenta que cuando en 2003 se reunieron en Cancún la OMC y en Miami los ministros de las Américas, la ASC logró mantener empantanada realmente la aprobación del ALCA y cuestionar públicamente sus formulaciones. Al mismo tiempo, la Campaña Continental de Consultas Populares, que comenzó en Quito en 2002, logró en los años siguientes implicar a movimientos socioterritoriales de todo el Continente, sobre todo en Brasil, así como lanzar una campaña comunicacional.[15] Paralelamente, entre 2001 y 2005, Cuba alojó cuatro Encuentros Hemisféricos,[16] que perforaron la codificación neoliberal de integración regional y avanzaron en la dirección de imaginar una integración alternativa. En 2005, ya en Mar del Plata, simultáneamente con la IV Cumbre de las Américas, se realizó la III Cumbre de los Pueblos.
El liderazgo fue, finalmente, convertido en explicación última: “Lula y Néstor entendieron…” “Lula y Néstor decidieron…” En TeleSur, desde Venezuela, se escuchaba: “Kirchner, Lula y Chávez comandaron aquellas históricas jornadas de Mar del Plata”[17] (al menos, en este caso, el verbo “comandar” le hace más justicia al rol específico del liderazgo, sin tratarlo directamente como causa). Los ejemplos pueden multiplicarse, observando en cada caso la misma monopolización del protagonismo y el coraje, como en espejo reconocen los detractores antipopulistas atrapados en el mismo reparto de lo sensible (ya que podrán llamar ‘insolencia’ al coraje, pero jamás distribuir el protagonismo). Los líderes esgrimen un necesario arte de la oportunidad, atributos institucionales, ejecutan operaciones hábiles para neutralizar un embate determinado, construyen maniobras y se forjan oratorias capaces de dar forma a un movimiento que desborda los cauces diplomáticos; pero ni el poder ni la potencia pueden ponerse solo a sí mismos como fundamento de las conquistas.
Siguiendo la misma línea de razonamiento, vemos que no pocas veces se les echa en cara a los presidentes del Mercosur y del ALBA la pobre integración económica (más presidencial que económica y, dentro de esta, más comercial que productiva), o la constante preferencia por concretar tratados bilaterales con China en lugar de actuar como bloque frente al coloso.[18] Por ejemplo, muy especialmente se ha objetado el freno puesto al desarrollo del SUCRE, un "sistema unitario de compensación regional de pagos" que podía fijar un antecedente de moneda regional, y el abandono del Banco del Sur, instrumento clave para la autonomización económico-financiera de Nuestra América. Pero acusando a los líderes permanecemos en la sensibilidad estadocéntrica que hace eje en el líder. De ese modo, para críticos y apólogos rige la misma explicación realista, la misma lectura-captura, cuyo horizonte es lo posible calcado de un conocimiento previo llamado “realidad”: “tuvieron que ser realistas y aceptar que la relación de fuerzas no era favorable”.
“Lo posible es siempre el Estado, el partido, las instituciones existentes”, especifican Machado y Zibechi, así como el régimen de acumulación de capital en curso. Las imágenes más difundidas del acto de rechazo al ALCA muestran a los líderes protagonizando la escena, a Chávez en el Estadio marplatense, flanqueado por Maradona, a Néstor en la IV Cumbre, etc. No se cuenta en las imágenes y reportes habituales que ese encuentro fue el punto de llegada de una marcha donde confluyeron la Cumbre de los Pueblos y los presidentes del Mercosur. Tampoco, que de ese acto salieron Evo y Hugo rumbo a la última sesión con Bush y los presidentes restantes ("Me voy a la otra Cumbre a llevar el mensaje de ustedes",[19] dijo Chávez, una afirmación que el relato de TeleSur tampoco reporta[20]). Tampoco, que entonces Chávez dijo "que el ALBA debe ser construida desde abajo, con los agricultores, los obreros, los estudiantes, los poetas, los indígenas... No será construida desde las élites, sino desde abajo". Desde el punto de vista de la potencia, se percibe que esta clarísima definición esbozada por Chávez no alcanzó. En ese sentido, Zibechi y Machado se hacen una pregunta fundamental: “por qué las potentes luchas sociales de nuestro continente se canalizaron hacia la política electoral e institucional, confiando en que la conquista del Estado es la llave maestra para abrir las puertas del paraíso.”
Agregamos otra pregunta: ¿puede el Estado ser reconducido hacia una dinámica más afín a la potencia? Las posturas antes (puramente) antiestatales han comprobado la conveniencia de contar con el Estado para expandir la potencia, así como la imposibilidad de extinguirlo rápidamente o eludirlo ligeramente. Se impone un enfoque ‘pos-estatal’.[21] Ahora bien, una pregunta acompaña a la anterior: ¿Puede el Estado –o sus fragmentos– desprenderse de su dinámica intrínseca –independiente de la voluntad de su gobernante– de copertenencia al capital y de neutralización permanente de la potencia? Para pensar esta cuestión es clave no asumir acríticamente la narrativa progresista de los hechos y ensayar otras.
Brevemente. Según la lectura-captura, el poder puede lo que el líder quiere. Según una lectura-apertura, el poder puede correr lo posible cuando es nutrido por la actividad de la potencia; esta nutrición sólo se efectúa cuando el líder le da curso entre los poderes constituidos. Como esta sinergia no especular y no codificada es invisible/imperceptible en la lectura del poder, no tiene lugar. A menos que la leamos. Si no la leemos, la lectura propia del poder dice que “lo pudimos hacer por suerte”.[22] Esta invocación a la fortuna indica que la lectura del poder en verdad no sabe cómo pudo el líder lograrlo.
Se puede, entonces, con todo realismo (realismo de la potencia), pensar al poder estatal latinoamericano como una instancia que dependió de la revuelta, de capacidades autonómicas y de negociación desde abajo para dinamizarse. Se puede pensar que en esa capacidad de afectación estuvo su potencia en algunos momentos; pero también se puede constatar al poder estatal latinoamericano en su dinámica progresista como una instancia que necesita separarse de la revuelta para establecerse. Líder y liderados ven el proceso histórico llamado progresismo como obra de aquél. El líder, así, lee de tal manera su obra que se desliga de la fuente de su poder: su lectura realista es, en algún punto, poco realista. Cree y persuade que si puede beneficiar a las mayorías es gracias al poder que le otorgan una constitución o unas elecciones o su voluntad –es decir: cualquier poder ya determinado, más allá de la vana dicotomía entre republicanismo liberal y populismo progresista. El realismo del poder y sus calcos se imponen así al realismo de la potencia y su imaginación. Elección tras elección, ese tipo de proyecto político fue perdiendo poder de cambiar lo social. Desde arriba, el líder no ve ni oye ni siente poderes que no surjan del funcionamiento mismo del Estado (salvo los del mercado); si emergen, los neutraliza y ocluye la posibilidad de otros modos de ser que abran la realidad. En ese punto en que se separa de la irrupción y las organizaciones colectivas de la potencia y se establece, las neutraliza. Incluso, en ocasiones, si vuelven a emerger las reprime. La respuesta del realismo del poder, encarnado por un desgastado PT, al movimiento de junio de 2013 en Brasil es quizás la constatación más palmaria de los efectos de esa separación. Y su pírrica victoria electoral de 2014 fue la seña –en negativo– de su vaciamiento de potencia.
Mal menor y posible real. Imaginación material
Desde el sentido común expresado hoy día electoralmente, el posibilismo lleva el nombre de “mal menor”. Mezcla culposa de escepticismo y esperanza, el mal menor tiene un corto recorrido, ya que no se somete a la prueba de su propia lógica: sus desganados o histéricos sostenedores no se preguntan si optar por el mal menor es, a su vez, un mal menor, o si, transcurrido un tiempo razonable, trae aparejado o no un “buen” destino; o incluso si se gana o se pierde tiempo de lucha. Gramsci escribió: “Un mal es siempre menor que uno subsiguiente mayor y un peligro es siempre menor que otro subsiguiente posiblemente mayor. Todo mal resulta menor en comparación con otro que se anuncia mayor, y así hasta el infinito. La fórmula del mal menor, del menos peor, no es sino la forma que asume el proceso de adaptación históricamente regresivo, movimiento cuyo desarrollo es guiado por una fuerza audazmente eficaz, y las fuerzas antagónicas (o mejor dicho los jefes de las mismas) están decididos a capitular progresivamente…”[23] La senda del mal menor es la senda del sujeto posibilista, cuyo goce está en tomar lo ‘mejorcito’ que, según sus cálculos fatales, la necesaria realidad ofrece. Ese sendero es, a la vez, el obstáculo y desaliento que desde el poder se pone a lo que desde la potencia afirma otros posibles. Así, al evitar interrogarse, el posibilismo evita preguntar si tomar el camino de males menores cierra y despotencia o si puede abrir y potenciar, según la situación histórica. Por su parte, el cuestionamiento del “mal menor” no puede caer en tendencias similares; contrariamente, tiene el desafío de incorporarlo situacionalmente, inscribirlo de manera circunscripta en apuestas de carácter autónomo, reduciendo al mínimo su potencial cinismo regresivo, que coincide con su posibilismo. Es decir, el mal menor puede formar parte de una estrategia por abajo, pero no es universal sino tácticamente aceptable.
Dos apuestas interpretativas recorren transversalmente y desbordan, al mismo tiempo, el sistema político vigente. Por un lado, la idea de que un conjunto de actores y procesos sociales de distintos colores y escalas, una red de prácticas territoriales, intelectuales y sensibles ponen en juego de distintos modos la cuestión de la “emancipación colectiva” –algo que sólo puede ponerse en juego de distintos modos– en exceso respecto del Estado como aparato administrativo, centro de las decisiones, órgano regulador y máquina interpretativa. Llamamos provisoriamente a esta tendencia “autonomismo”. Por otro lado, la idea de un Estado que, excediéndose a sí mismo, se encuentra en capacidad de expresar esa multiplicidad configurando incluso un salto cualitativo en términos de una relación de fuerza algo más favorable a la potencia del “campo popular”[24]. Creemos que esta última gustó autodenominarse “populismo”. La intentona por definir lo más ampliamente posible los polos de una discusión sobre el carácter excedentario de la vida colectiva asociada a formas posibles de emancipación, autonomía, dignidad, igualdad y, por qué no, belleza, busca distanciarse de las caricaturas, chicanas y resentimiento con que agentes de apuestas afines solemos enredarnos. Ni el populismo o la gubernamentalidad estatal del último ciclo político suponen la “cooptación” lineal de movimientos sociales prístinos o la adhesión irreflexiva del progresismo blanco, ni las distintas formas de autonomismo se resumen en un sectarismo sin remedio o en una candidez desconocedora de relaciones de fuerza. Hay diferencias de diagnóstico, de apuesta, de sensibilidad, e incluso diferencias epistemológicas sobre las que podría resultar fértil trabajar.
El último ciclo político se cerró por arriba, en alguna medida, porque se dirimió en términos de la topología esquemática del sistema político.[25] Si el conservadurismo declarado nos mostraba que casi nada es posible y las izquierdas anticuadas alucinaron con lo imposible como completamiento ficticio de su ineficacia, las posiciones y construcciones reformistas de tinte popular llevaron las de ganar, ya que, al presentarse como la opción negociadora de cara a los actores encarnados por el conservadurismo, y hacedora en relación al mandato de los sectores populares, configuraron, al mismo tiempo, el parámetro de lectura. El reformismo es el realismo del poder en sí. Eso y no otra cosa es el populismo, una capacidad de ubicar el elemento excedentario de la vida colectiva en el ámbito del “Estado posnacional”[26], es decir, un Estado permeado desde abajo y, al mismo tiempo, expansivo, imaginal, tercerizador, capaz de capturar lo excedente y evitar su desborde. Entre el cielo moderno y la tierra posnacional, el populismo es el ángel de lo posible. Nuevamente: es el “realismo político” como conformación de una posición enunciativa que se arroga la decisión sobre lo posible. Aun siendo consciente la decisión, la posición es estructuralmente ciega a lo real de la potencia: la capacidad de esta para realizar otros modos de ser.
El enemigo del realismo político no es un supuesto capricho infantil de izquierdas. En todo caso, las posiciones realistas eligen como enemigos para su teatro político a los más viejos (conservadores) y los más jóvenes (idealistas), demonizando a unos e infantilizando a otros, mientras eligen para sí el lugar de la adultez, la justa madurez política. Por eso suenan aleccionadores y alientan a “la juventud” a plegarse a su realismo, es decir, a vigorizar el movimiento y “madurar” como juventud. Pero el enemigo que el realismo niega, por temor o por falta de lectura –o por exceso de realismo–, es la laboriosa tarea de inventar otra cosa, una imaginación política materialista. En algún punto, la disputa por el lugar de enunciación que decide acerca de lo posible es una disputa por el materialismo, por el diagnóstico sobre la dinámica de los procesos sociales y la materialidad concreta de sus posibilidades.
Recapitulando: según el poder, el diagnóstico es autoevidente (la posición “madura” lo discierne sin más), y se llama “mal menor” al posible dado (que va de la reforma en los momentos de ‘ascenso’ al “repliegue ordenado” en los momentos de ‘descenso’; ambos son allí males menores: el repliegue es menos malo que la derrota campal y la reforma es menos mala que la derrota revolucionaria). Según la potencia, el diagnóstico es una laboriosa tarea de inventar otra cosa. Esta labor imagina materialmente otros modos de ser. Así, por ejemplo, el zapatismo.
En los últimos y más recientes años parece dibujarse una serie insurrecta tan heterogénea como la geografía en que se emplaza (desde las revueltas en plaza Tahrir hasta el 15 M, desde Occupy hasta las jornadas de junio y julio de 2013 en Brasil). Se reabre en cada discusión la posibilidad de un nuevo realismo, o bien, de una nueva distribución de la tensión inmanente potencia / poder (como tensión interna de todo realismo). Cada experiencia, al construir una nueva posición, al ejemplificar otro modo de pensar-hacer, al forzar nuevas agendas, al impugnar relaciones de dominio desde territorios diversos, se debe su propio “realismo”, su diagnóstico y decisión sobre lo posible –su propia lectura. Se debe la construcción y defensa de su lugar existencial y político como punto de vista irreductible ante los aspectos desmovilizantes –limitantes– del realismo del poder, aun tratándose de una forma “progresista” de realismo. En ese sentido, el zapatismo se sostiene como una importante referencia que no promete ni ilusiona; resiste aun duros embates y comparte potentes experiencias. Por eso, tampoco cabe su generalización como modelo. Cuando el realismo progresista centraliza la ampliación de derechos, el zapatismo demuestra ampliación de posibles; cuando el líder proclama ideales, el zapatismo realiza otros modos de vida; cuando el politólogo de café (o de TV) y el militante realista dan lecciones sobre el estado de las relaciones de fuerza, el zapatismo dice, tras veinte años de resistencia y creación, “acá estamos, esto es lo que hicimos”, a corta distancia de Estados Unidos y conviviendo en su propio país con gobiernos ultraconservadores dispuestos a matar. Y para disgusto de los solemnes, el zapatismo se toma el atrevimiento del humor, pide no ser tomado tan en serio, como quien se sabe atravesado por contrariedades, recorrido por el azar, escéptico ante certezas últimas… atravesado por la posibilidad de ser de otro modo. Siempre aun insistente, con gesto exploratorio.
[1] Publicado en Buenos Aires por Autonomía y Pie de los Hechos en el año en curso. El presente artículo fue escrito inicialmente como prólogo a Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo, y revisado para la presente publicación.
[2] En su análisis del diálogo platónico Sofista (Paolo Virno, Palabras con palabras, Paidós, Buenos Aires, 2004).
[3] Paolo Virno, entrevista realizada por Ariel Pennisi y Adrián Cangi, publicada en Virno, Paolo, Y así sucesivamente, al infinito, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2013.
[4] León Rozitchner llamó “alucinada” a una parte de la izquierda de los setenta que pretendió instrumentar al peronismo como etapa de una estrategia general de liberación nacional. Curiosamente, fue esa misma izquierda alucinada la que más fuertemente defendió una política “realista” que discernía táctica y estrategia según una determinada percepción de lo posible. La alucinación es una forma de perderse en la imagen, es un acceso sin retorno a la figuración de un mundo posible que está más cerca de la prefiguración y, al mismo tiempo, responde a una ceguera en torno a un real incómodo y violentamente contrastante (la decisión del personaje Perón, es decir de Perón como figura compleja decidida por una lógica de poder como horizonte último), de sostener una orientación conservadora del peronismo. Un real no problematizado, o bien razonado de tal modo que pueda ser absorbido por el carácter estratégico de la apuesta… realista. El más realista y el más alucinado coincidieron.
[5] Por lo demás, el estado de las relaciones de fuerza no es autoevidente: requiere una lectura. ¿se lee desde el punto de vista de la potencia o según un realismo del poder?
[6] Y cuando las percibe, termina considerándolas demandas satisfechas por un liderazgo o un proyecto político vertical desligado de la potencia que lo nutre. Es la cuestión de la lectura la que así se plantea.
[7] Recomendamos, en este sentido, la lectura del libro de Raúl Cerdeiras Subvertir la política (Autonomía – Quadrata, 2013).
[8] Recomendamos el libro de Bruno Cava: La multitud se fue al desierto. Revuelta, neodesarrollismo y crisis.
[9] Pues no queremos reprochar al “ciclo progresista” su “fin”. Queremos descifrar lo que el actual acotamiento del espacio abierto a la experimentación enseña. Necesitamos leer lo que venimos experimentando.
[10] La cuestión es en realidad más complicada, pues en América Latina la multiplicidad de los movimientos potentes ha generado multiplicidad de dispositivos de enunciación y ‘auto-lectura’ (radios, revistas, blogs, perfiles en redes sociales, escuelas, productoras de cine y video, centros culturales y a veces incluso alguna entidad electoral) así como ha entablado nexos de potenciación recíproca con enunciaciones universitarias; estas potenciaciones, si bien no siempre han podido contrarrestar el volumen, simplismo y grandilocuencia de la voz gobernante, sí han coadyuvado a que el despliegue y multiplicación de movimientos del común siguiera adelante. Valga, por el momento, y a los fines de esta breve presentación del problema que este libro contribuye a formular, hablar de “la potencia” a riesgo de caer en creer que es una y homogénea y de olvidar que es un múltiple de múltiples.
[11] En tiempos menos veloces, podía pasar que la potencia fuera legible para sí misma e ilegible para la gubernamentalidad, al menos por un tiempo (es lo que pasó con las Madres de Plaza de Mayo durante unas tres décadas); no parece que en estos tiempos (mercantiles, imaginales, cibernéticos) esa larga elusión de toda captura sea posible. De modo que la legibilidad para el poder y la legibilidad desde y para la potencia disputan palmo a palmo una y otra vez instante a instante.
[12] John William Cooke, Peronismo y revolución. El peronismo y el golpe de Estado. Informe a las bases. Biblioteca Popular, Buenos Aires, 2010.
[13] Toni Negri lo distingue en Spinoza como tensión potentia /potestas.
[14] Silvia B. Demirdjian. ALCA, resistencias y alternativas de integración regional. Un estudio de caso: La Alianza Social Continental. CLACSO, 2007. Disponible en: http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/becas/semi/2004/demir.pdf.
[15] Entre otras cosas, creó la página http://movimientos.org/noalca.
[16] “Los Encuentros Hemisféricos de lucha contra el ALCA constituyeron un aporte concreto por parte de Cuba a las redes y campañas contra el ALCA. Los mismos han significado para los movimientos sociales un espacio de concientización sobre el tema y han propiciado su articulación, la construcción de alternativas desde la perspectiva social y la conformación de agendas y planes de acción efectivos para el desarrollo de las estrategias de lucha… El I Encuentro Hemisférico se llevó a cabo en noviembre de 2001 y estuvo dedicado a la concientización y alfabetización de los movimientos sociales acerca del tema. El II Encuentro, de noviembre de 2002, favoreció la articulación de los movimientos sociales comprometidos en la lucha contra el ALCA y la formalización de la Coordinación Continental de la Campaña y la Secretaria Continental –lo que produjo la fusión de esta última con la Secretaría de la ASC, dada la coincidencia de agendas. El III Encuentro se produjo en enero de 2004 y el hincapié estuvo puesto en la construcción de alternativas, mientras que el IV Encuentro, desarrollado en marzo de 2005, se caracterizó por la consecución y operatividad en la construcción de dichas alternativas y la ampliación y profundización de los temas de agenda: Militarización, Deuda, TLCs y lucha contra la OMC.” (Demirdjian, cit.) Aquí encontramos una sinergia que expande potencia, que abre posibles reales, entre lo que Demirdjian siguiendo al De Souza Santos de 1998 llama “la subpolítica emancipadora transnacional” y un Estado.
[17] http://www.telesurtv.net/news/10-anos-del-NO-al-ALCA-20151102-0028.html#comsup.
[20] Por ejemplo, http://www.telesurtv.net/news/10-frases-contra-el-ALCA-20151102-0043.html.
[21] En Argentina, el rosarino Frente Ciudad Futura apuesta a “hacer lo que hay que hacer sin o con el Estado”.
[22] Parece ser un giro recurrente. Lo decía así Taiana en una disertación en el Centro Cultural La Maga de Buenos Aires el 22/9/16 (https://youtu.be/ana3UA2ju8k). Lo escribía así La Cámpora: “Por suerte hubo un puñado de hombres con coraje, valentía y decisión, que en representación del interés de sus pueblos, le pusieron un freno a la avaricia imperial” (
http://www.lacampora.org/2014/11/05/el-no-al-alca/).
[23] Recuperado por Horacio Fernández de los Cuadernos de la cárcel de Gramsci, en “Reflexiones para un balance de los gobiernos progresistas en América Latina” en La experiencia de los gobiernos progresistas en debate: la contradicción capital trabajo (Antonio Elías comp.), InesUr, SEPLA, PIT-CNT, Confederación de Organizaciones de Funcionarios del Estado, CLATE, Buenos Aires, 2017.
[24] En algún momento, el filósofo argentino Diego Tatián sostuvo que el gobierno (y consecuentemente las políticas públicas) se encontraban a la izquierda de la sociedad.
[25] Nosotros mismos recurrimos en este texto a una topología que no deja de incomodarnos (abajo-arriba), sin descartar la búsqueda de otras imágenes de la potencia y su distribución.
[26] Ver: Pablo Hupert, El Estado posnacional. Más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo, Buenos Aires, Quadrata (Autonomía) – Pie de los Hechos, 2015.