Libro Linchamientos. La policía que llevamos dentro, ed. Quadrata / Pie
de los Hechos, (Ariel Pennisi y Adrián Cangi editores).
ISBN 978-987-631-087-1
No
hay, decimos, culpables a la vista, pero hay multiplicada gravedad. Hay
arquetipos inconscientes. Lo que ocurre necesita imagen y es de fuerte
visibilidad. Al contrario de la degradación humana que introdujo el terror
militar en los ‘70, que necesitaba de su invisibilidad para intimidar, del
lugar vacío y no de lo público y notorio. La eficacia recóndita del anónimo
pateador de la cabeza de un ladronzuelo sangrante en el pavimento es lo
contrario-complementario de lo que precisó la napa profunda de la sociedad para
saberse aterrorizada hace treinta años: lo incorpóreo, lo etéreo inimaginable,
la sangre no vista. Lo visible, ahora, es un llamado del destino. ¿Hay esa
clase de dioses acaso? No, pero están los medios de comunicación masivos, el
capitalismo informático, que quizá sin saber acumula signos como plusvalías
icónicas de coacción.
Horacio
González
El
libro Linchamientos. La policía que
llevamos dentro presenta una serie de artículos de diversa índole. Algunos
intentan pensar al calor de las circunstancias arriesgando categorías o apenas
preguntándose por las condiciones mismas de ese intento… de pensar. Otros
buscan conectar los hechos con lenguajes que nos ayudarían a procesarlos
(escritura, cine, etc.). Los hay militantes, periodísticos, ensayísticos,
historiadores. Por otra parte, el armado del libro muestra secciones que darían
cuenta de formas posibles de inscribir lo doloroso e inasible en análisis
posibles según diferentes registros, sin conjurar la complejidad en juego. Así,
los artículos recorren desde miradas elaboradas en el conurbano en torno al
trabajo colectivo, trabajos sobre el problema del cuerpo y la violencia,
llamamientos políticos, cuestionamientos a la justicia y a la policía, hasta
trabajos que dan cuenta de la historia de los linchamientos en Estados Unidos y
situaciones de linchamientos en América Latina. Los nombres dicen mucho y
cuando no dicen inmediatamente lo hacen por el peso de los textos: Horacio
González, Luis Mattini, Raúl Cerdeiras, Alejandro Kaufman, Horacio Verbitsky,
Gregorio Kaminsky, Colectivo Juguetes Perdidos, Adrián Cangi, Marcelo Burello,
entre otros.
Es tan
irresponsable por parte de dirigentes políticos y medios de comunicación con
ascendente sobre públicos masivos avivar el fuego reaccionario que reposa en la
impotencia del llamado “ciudadano de a pie”, como irrisorio el discurso lavado
de los progresismos oficialistas y no oficialistas. Uno y otro permanecen en el
terreno de la reacción. El modo en que el término “inseguridad” circula y se
hace carne nos pone a pensar en un dispositivo, es decir, no una palabra que
inmediatamente designa algo puntual, sino un conjunto de elementos de distintos
registros –discursivos, prácticos, fantasmales, históricos, emocionales, etc.–
que tienden a orientar la percepción, el humor y a veces la reacción de
cualquiera.
Así, la agenda pública, en lugar de albergar la
pregunta por los modos que asume la vida en común –que pondría en juego la idea
del cuidado mutuo, formas de darse de la democracia, entre otras– se dirime
entre una posición que demanda “seguridad” al Estado, como una prestación
destinada a honestos buenos vecinos que
pagan sus impuestos, y otra que simplemente se regodea en su corrección
política, respaldada por la bandera de los derechos humanos, es decir, los
derechos humanos como bandera. Como dice en su artículo Horacio Verbitsky: “La
transversalidad cavernaria de estos días es similar a la de 2004, cuando
legisladores del Frente para la Victoria y la UCR votaron las leyes redactadas
para el ex ingeniero Juan Carlos Blumberg por su abogado, el ex subsecretario
de Justicia de la dictadura Roberto Durrieu.”
Nuestro tiempo histórico y local tiene espacio
en la contienda del sentido para los linchamientos y su reproducción mediática,
bajo la forma de la noticia y su fatídico régimen de repetición. Así, junto a
las imágenes y titulares, desfilan dirigentes y periodistas, pero también
autoridades religiosas, entre compungidos y gozosos que esgrimen argumentos
–muy escuetos, por cierto– entre la penuria y la justificación. No es la
coreada “ausencia del Estado” el contexto favorable a los linchamientos, sino la
ausencia de problematización colectiva acerca de la vida en común y de espacios
apropiados para esa necesaria reflexión. En todo caso, nos toca vivir un
contexto de actores replegados y de fuertes diferencias en el orden del
reconocimiento público.
El libro va delineando de manera
heterogénea argumentos y contra-argumentos, así como rastreando las formas que
los discursos virtual y mediático fueron tomando. En ese sentido, plantea que es muy pobre el planteo
que insinúa la “emoción violenta” del linchador, ya que, dentro y fuera de los
procesos judiciales tiende a justificar o disminuir la responsabilidad de los
involucrados. El linchamiento, si intentamos comprenderlo como dispositivo,
parece la cristalización de líneas de distintos órdenes: desde el racismo neto,
pasando por la construcción de la idea de indefensión colectiva, hasta la moral
abstracta que equipara el robo uno a uno con el asesinato, por parte de un
grupo, a una persona considerada nada menos que “malviviente”, reproduciendo un
sentir binario que ubica en la imaginaria vereda de enfrente a los que viven de
acuerdo a quién sabe qué “bien”… Dispositivo, también, porque su existencia se
vale de ingredientes difíciles de prever en una receta: noticias altisonantes,
conversaciones de ascensor acumuladas en el cuerpo, testimonios directos de
crímenes con consecuencias dramáticas, recuerdos de la moral escolar
sarmientina –hay un Sarmiento a nivel inconsciente que no es el gran
ensayista–, la tristeza de un cuerpo social disminuido cotidianamente en su
capacidad de vincularse, pensarse y transformarse, un historial de resignación
ante injusticias varias, etc. Es decir, el linchador se configura
históricamente, pero tampoco es una “víctima del sistema”.
El dispositivo, en la medida en que, ya entramado
en los modos de interpretar y comportarse, orienta la acción, conlleva una
moral. Moral abstracta de la inseguridad que, en este caso, retorna como
crueldad concreta frente a un otro reconocido solo a través del andamiaje
interpretativo preparado para determinado modo de procesar apariencias.
¿Desubjetivación del cualquiera o subjetividad linchadora? Parece no alcanzar
con el batifondo neurótico de las vidas, que, mal que mal, algo suele hacer con
las fuerzas que desbordan. La libido amenazante sigue cargando espaldas cuando
no se libera para inventar otra cosa ¿El linchamiento como brote? ¿Será
necesario un psicoanálisis político que reorganice los términos de la escena?
Cuando se consuma la
victoria de la Ley como principio de ordenamiento social, cuyos agentes
principales en un comienzo son los padres e instituciones que ejercen un “poder
exterior” (como lo llama el propio Freud) y se sostiene mediante distintos
modos de producción (producción de “lo social”) y reproducción de relaciones y
valores, cala de tal modo en lo más íntimo de la subjetividad –de hecho, en
parte la forma–, que ante circunstancias de agitación de temores e interrupción
de esa tensa normalidad cotidiana marcada a fuego, se sueltan las energías del
sobreadaptado o del pusilánime, pero no en los albores de un proceso anárquico
ni nada que se le parezca, sino más bien en la dirección del afianzamiento del
principio de autoridad. Solo que esta vez no se trata claramente de la
autoridad del Estado, sino de una idea más difusa de autoridad (“que alguien
haga algo”). Del principio de autoridad como legitimación de los linchamientos,
a los linchamientos como producción ad
hoc de legitimación del principio de autoridad. Disciplina e indisciplina
parecen mezclarse: por un lado, una suerte de militancia por la rutina, una
defensa denodada de sobreentendidos “valores” y enunciados más estadocéntricos
que el Estado; por otro, el castigo más allá de todo contrato y de toda puesta
en común previa, el pequeño delito (o su apariencia) pagado con el asesinato de
“todos” contra uno, a manos de vecinos, trabajadores, integrantes de alguna
familia, usuarios de Facebook, devenidos, quizás por primera vez en sus vidas,
desobedientes de la ley. Pero la fórmula de este populismo es siniestra:
indisciplinados en favor del principio de autoridad. El subtítulo del libro es
tan descarnado como cierto: “La policía que llevamos dentro.”